Estimados lectores,
Esta semana quiero hablaros de ausencias. De ausencias de personas, de sentimientos, de uno mismo.
Estoy dispuesta a escucharme, o eso creo. A leerme y a entender que muchos de mis errores vienen derivados de heriditas del pasado, y otros simplemente son de mi presente indefinido. Pero no me culpo. Estoy aprendiendo también eso, a abandonar la culpa, o por lo menos dejarla aparcada en la parte de atrás de mi cerebro y que solo me ahogue de vez en cuando.
Quiero pensar que no soy la única, que todos tenemos sentimientos y emociones que nos cuesta más controlar. Pero yo también intento madurar emocionalmente cada día. Y estoy feliz, de haber aprendido un poco más a controlar la tristeza, a distribuir la pena y adormecer la culpa.
La ausencia es sumamente incómoda. Y a mi me coge y me golpea. Y la obedezco. Sigo su camino parsimonioso, abrazando la inconformidad y empezando mi proceso de mudarme. Así que me peino el pelo, recojo mis cosas y decido dónde quiero estar. Abro huecos para sacar la nostalgia sostenida y dejar que entren nuevos olores que no me recuerden a ti. Me siento a los pies de la cama de mi madre, la miro con la pena contenida y me habla. Y sus palabras me mecen, y solo quiero memorizarlas para que no se me olviden. Absorbo su sabiduría y permanezco ahí, con las lágrimas cruzando mi piel deshecha y ahora, ya sé por dónde empezar.
Después de la ausencia solo quedan el hastío y la desidia. Y los recuerdos supongo. Y las cosas que no puedo contarte. Y así me desvanezco en el contraste que se percibe cuando la rutina desaparece y los recuerdos florecen. Que triste las vidas que tienen que dejar de ser vividas.
Hoy acaricio la calma y le confieso que solo quiero tumbarme en ella. Querer a la serenidad. Porque es mi única manera de entender el proceso del cambio. Y empiezo a hablarme, a volver a conocerme. Y la vida se convierte en eso, en un bálsamo para las heridas de la ausencia, para las palabras mesuradas. Me despierto, abrumada por una apatía indefinida, cubro mi piel de un jersey terciopelo (como si eso fuera a protegerme), tiño las pestañas de negro y sonroso mis mejillas. Y avanzo. Me siento en el autobús de siempre, en el asiento de siempre, con la misma llamada de siempre. Llegó al aula y abarcó la inmensidad del vacío con la mirada. Y vuelvo al recuerdo. Y dejo que se pasee por mi cabeza. Y sigo sin saber establecer los límites de mi tristeza.
Pero la ausencia es eso, esa inexplicable desesperanza, esa melancolía imprecisa y longeva. Es un camino que se traza, o del que se huye, y tal como escribió Juan Boscán “que si uno está con muchas cuchilladas,/ porque huya de quien lo acuchilló/ no por eso serán mejor curadas.”