Hoy estaba en la biblioteca y he escuchado un grito. Y entonces me he acordado. Y la nostalgia ha vuelto, y supongo que para quedarse.
Cuando éramos pequeños y hacía sol, corríamos por las calles, nos perseguíamos, nos reíamos. Éramos felices. Siento que la forma de ser feliz evoluciona cuando creces. Pero creo, firmemente, que nunca seremos tan felices como cuando éramos niños. La vida parecía más fácil, más amena.
Lo recuerdo todo como un sueño, como si todos aquellos recuerdos estuvieran desdibujados o tuvieran un velo que los cubre. Quiero volver a ver. Quiero ver como jugábamos al baloncesto en el colegio, recordar los juegos de cartas en el pueblo muy de madrugada, cuando colarnos en un túnel se convirtió en una rutina diaria. La vida no era lo que es hoy. Y me avisaron. Y no quise creerlo.
Siempre me han dicho que soy muy inocente. No se si porque no entiendo el humor de la gente que me rodea o porque miro con buenos ojos a todo el mundo. El caso es que éramos felices cuando teníamos eso, inocencia, indulgencia quizá. En un día como hoy yo solo quiero volver al carnaval en el colegio, a disfrazarme de bola de bingo o de esponja. Quiero poder ver el futuro a través de un agujero, y así adivinar qué me iba a hacer daño. Pero nadie te avisa de que la vida, cuando creces, es lo que no te esperas. Y yo no me esperaba este final, no ahora. Supongo que cuando se alarga tanto algo te acostumbras al malestar, a la inconformidad. Pero ¿cómo se despide uno de tanto? Yo no se despedirme de la familia.
Cuando seguía en el colegio siempre tenía miedo de que un día me llamaran de secretaria y me dijeran que a mi padre le había pasado algo. Un día pasó. Llamaron por el telefonillo que se sostiene al lado de la puerta. Un compañero contestó, pulsando el botón que, de niños, tocábamos de broma. Todo el aula se quedó en silencio, esperando una respuesta, un nombre. Dijeron que era urgente. Caminé por todo el patio de techos que forman olas (aunque dicen que son sauces), atravesé la zona de las pistas de pin pon dejando a mano derecha el comedor, su olor a gentío, su ruido a familia. Porque el comedor fue eso, el sitio donde hablar, donde contarnos. Empezó con las risas cuando éramos niños en la mesa de los tardones, y acabo con la sobremesa de los martes hablando de guerra y de política. Subí el pequeño escalón que precede a la pesada puerta de cristal y ahí estaba. Mi padre. Pisando el suelo de madera laminado, vestido con su traje blanco y negro, con sus solapas doradas adornando sus hombros, coronando su figura, esbelta y jovial. Corrí a darle un abrazo. Me cogió como solía hacerlo, cuando todavía podía conmigo, subiéndome encima suyo, sentada cobre su brazo derecho. Me dio una bolsita. No recuerdo que más había en ella, pero lo que no se me olvida es el avión. Un avión de colores blancos y azules. Los aviones siempre han vivido conmigo, o yo con ellos, y es difícil, pero es bonito. Y es triste, pero lo aceptamos y seguimos.
Al volver a clase hablé con N. Ella siempre me había acompañado en los problemas importantes, en los de familia, y supongo que yo a ella un poco también. Pero seguro que no le pude dar tanto como ella me dio a mí. Cuando hablamos le enseñe el avión, pero le dije que me daba pena, que no lo quería. Y hoy sé que he sido una desagradecida. Por eso hoy doy gracias por no tener que despedirme también de mi padre.
En clase hablábamos esta mañana de dejar ir. Y creo que es la aptitud que recordamos todos porque es la que más duele. Supongo que también la más difícil. Yo nunca he sabido dejar ir. Viajo continuamente al pasado y, aunque me escucho y me conozco cada vez mejor, necesito caminar hacia atrás para saber lo que estoy viviendo. O quizá solo sea una excusa para dejar de vivir el presente y volver a tiempos, no sé si mejores, pero sí idealizados.
Después de escribir el artículo, he buscado el avión que me dio mi padre cuando la vida nos sonreía más, o quizá éramos nosotros los que le sonreíamos a la vida. Y no estaba. Ni apoyado en las estanterías llenas de libros, ni en el tocador de maquillaje, ni en ninguna parte. Sé que lo voy a encontrar, porque como diría mi madre «no tiene patas». Pero que hoy no esté es una señal de que la vida sigue, de que el tiempo pasa. Y de que yo, con mi inocencia, sigo aquí, escuchando la misma canción que cuando era niña, con el mismo sueño, con la misma añoranza.
Esta semana tengo que dejar ir muchas cosas, aunque esa no sea la palabra. Tengo que decirte adiós porque no coincidimos, porque como has dicho hoy, no hablamos el mismo idioma. Aunque yo sé que dos personas que no hablan la misma lengua pueden entenderse, porque la comunicación existe y la humanidad también, porque las emociones y los gestos son universales. Pero también tengo que despedirme de una parte de mi pasado y de mi presente. Que sí, que lo sé. Que es progresivo. Pero sé que nos vamos, y yo no sé si quiero irme, pero sé que quien toma la decisión lo necesita. Y sé que estaremos bien. Aunque la vida siga, aunque nuestro presente cambie. Aunque tengamos que decir adiós a todo lo que hemos construido. Porque en la vida siempre hay un ayer, y aunque no hay certeza del futuro, qué bonito es pensar que siempre habrá un mañana.