Hoy el día amanece tibio, porque hoy podemos contar una historia, podemos hablar, un día más, un año más, de la palabra.
Yo no estoy librando una batalla,
yo no estoy luchando una guerra,
yo estoy caminando,
y la paz,
siempre,
será el camino.
Hasta hace dos eneros solía escribir algo un día como hoy. Y respiraba. Y me vestía de colores verdes y me encendía delante de muchas personas, tantas que no puedo contarlas. Recuerdo la inmensidad de la grada, las manos puntiagudas de mis personas favoritas sacudiendo el aire con fuerza, como si les pudiera ver. Y hacia lo mismo siempre. Respirar. Y leer. Hoy, por circunstancias de la vida, no puedo leerlos, pero os escribo.
Y repito, yo no estoy librando una batalla. ¿Cuántas veces habéis escuchado a alguien hablar en términos de guerra? El cáncer no es una batalla, la vida no es una guerra, pero hablamos de ello como si lo fuera. Pero ¿quién soy yo para deciros qué es la vida? Absolutamente nadie. Solo soy ese alguien que escribe lo que piensa (aunque no siempre) y que cree que la paz es un sentimiento, que se crea y se construye, que abraza, todos los días.
Hoy no quiero contaros solo ese lenguaje inadecuado que empleamos todos, haciendo la paz más inexistente, más inalcanzable y la guerra mas cotidiana y usual. También quiero hablaros de cosas que para mí son paz. Y son los ojos de P.
Hoy iba a terminar de trabajar, ingresar dinero, arreglar una falda que me estaba grande y llegar a casa para, por fin, comer a las siete de la tarde y poder hacer esas cosas que requiere una carrera universitaria (o tres) y escribiros, claro. No obstante, la vida da muchas vueltas, y a veces, una llamada, puede cambiarlo todo. Así que cuando ha terminado la última clase de la mañana he visto como en la pantalla de mi teléfono móvil brillaban las letras del nombre de mi padre. Y yo he pensado: ¿para que me llama otra vez? Descuelgo el teléfono y le digo con rapidez: ¿qué quieres ahora? (porque cuando contestamos a los padres a veces somos menos amables de lo que creemos).
Y habían llegado.
Pero ¿no llegaban el miércoles? – le respondo con sorpresa y un nerviosismo que crecía por momentos.
A veces la vida te sorprende así, con una confusión de horas. Y así sé que P es paz.
Marta me ha salvado un poco la vida hoy desviándose un poco del camino para llevarme con urgencia a mi destino. Y eso hoy ha sido paz, porque ha sido alivio y alegría. Gracias siempre.
Cuando he llegado he llamado al telefonillo y mientras me confundían apropósito con alguien que había llamado por error, he subido las escaleras tratando de ordenar mis pensamientos. Nada mas abrir la puerta he visto sus ojos. Se ha quedado inmutada, perpleja, tratando de reconocerme unos segundos. Recuerdo ese silencio, después de mi “hola” alegre y saltarín, mas largos de lo que en realidad fueron. Y me acuerdo de su pequeño grito, de la extensión de sus brazos esperando que me sumergiera en ellos.
Pero sobre todo me acuerdo de la despedida, de sus ojos acristalados, de su sonrisa medio desecha y sus pómulos rojos por el sol, de su mano acariciándome el brazo con cada frase. De la tristeza que persigue una despedida indefinida, un abrazo que siempre es más corto de lo que debería.
Y puedo prometeros que el calor de su tierra se lo ha traído hoy a Madrid. Y P, aunque no leas esto, a través de tus ojos se puede ver el mundo. Ojalá recibas todo el amor que mereces tener.