He anochecido y despertado en el teatro de Mérida. He podido observar las estrellas desde ese amplio semicírculo que te encierra y te asusta. Que te recuerda las cosas que ocurrieron cuando tú no tenías ni voz ni vida.
Mérida es una ciudad emblemática, cálida. Aterricé en su calidez un 19 de agosto, y al día siguiente ya me despedía de su gastronomía y delicadeza.
El Templo de Diana es una aglomeración de detalles que enmarcan el contexto de la época del Palacio renacentista de Conde de los Corbos. Es curioso pasear por las calles tortuosas, y encontrarse de frente con un monumento de hace miles de años, como quien se encuentra una fuente de la que beber agua fría en los días de calor. Imagino despertarme, después de haber pasado la noche en los apartamentos turísticos situados justo en frente el templo. Asomarme a la ventana, al balcón y recibir las gotas de roció con una vista inédita al Palacio de los Corbos. ¿Qué más se puede pedir?
La paloma gris que se esconde y se refulgía en las pequeñas ranuras de los soportes laterales del templo. La ciudad descansa así, bajo los pilares engrandecidos y el acento extremeño que colorea las calles. Y las columnas corintias que se erigen en el templo períptero recuerdan esa grandeza que poco a poco la sociedad va perdiendo, recuerdan el esplendor de una vida, de una convivencia, que por más historia escrita que se encuentre, nunca terminará de conocerse del todo.
Luces y sombras del Teatro romano de Mérida
Recorrer los grandes pasillos de las vulvas regia para entrar al teatro romano e imaginar las luchas de gladiadores del Anfiteatro, que parecen no haber existido nunca. Pero la vida antes era así. Y es que siempre existe un antes. En la vida, en nuestras vidas. Y supongo que no solo nos cuesta pensar que antes de todo lo que conocemos hubo otras cosas construidas, otras personas que construyeron, que escribieron, que contaron y que, de una manera o de otra, siguen pereciendo en el tiempo. También nos cuesta aceptar los antes de las personas, aceptar que conocieron otros sabores, que probaron voces más dulces y emociones más intensas. ¿Por qué no somos capaces de aceptar que solo podemos abrazar el antes y construir el ahora? Ni siquiera podemos tocar el después. Nuestro tacto, nuestra magnitud no abarca distancias tan lejanas, y sobre todo tan poco útiles. No podemos controlar lo que sentimos hace varias semanas, ni somos capaces de evitar un llanto dentro de dos días. Solo podemos tomar decisiones sobre el ahora, nuestro ahora. El resto son planes, ideas, quimeras. El hoy, el ahora, nuestro carpe diem, es nuestro motor de cambio, nuestra elección de ser quienes queremos ser, de controlar cómo nos sentimos, como gestionamos lo que sentimos. Muchas veces no podemos gestionar una emoción en sí, porque pertenece a la parte emocional de nuestro cerebro, sobre la que, aunque no nos guste, se nos escapa del área de control. Por eso solo podemos escoger absorberla de una manera o de otra, como actuamos frente a la adversidad. Y ese es el mejor aprendizaje. Y puede llegar a ser nuestro mejor logro.
Aquella noche que visite las sombras del teatro hicieron un huequecito en mi pecho, que creo que será difícil rellenar. Tuve la suerte de poder ver una obra de teatro en vivo. Sentir la emoción que provoca una voz lanzada al vacío. El ambiente que se crea cuando hay cientos de personas admirando el trabajo de unos pocos, sentados en un sitio tan sagrado, o como mínimo majestuoso. El incesante calor de agosto se sentía pegajoso y dibujaba una textura aterciopelada en nuestros rostros. Y así escuchábamos a una mujer vestida de blanco, Ana García, interpretando la Antígona que María Zambrano recogió de Sófocles. “Nacida para el amor y devorada por la piedad”, así Antígona se muestra muerta en vida, enterrada en vida.
Los valores que emana este personaje tienen una fuerza inalcanzable. La familia, la lealtad a los dioses, la sangre. En esta representación apreciamos una Antígona que vive entre el amor y el delirio, y en esos rincones encuentra espacios para poder renacer. Y ella permanece, con un papel que abruma, con un foco que esclarece, viviendo entre los muertos, porque según narra, no se puede vivir sin vida ni morir sin muerte.
Disculpen mis permanentes valoraciones personales, pero he de confesarles, queridos lectores, que nunca he sentido algo igual. Me resultó sobre cogedora la manera en la que estaban representadas las relaciones entre las personas, la manera en la que, si conoces la historia, te sientes completamente absorbido, sosteniendo la congoja de una emoción callada.
Y recuperando las palabras que aquella noche me conmovieron, “la vida está iluminada solo por esos sueños que iluminan cómo lámparas desde dentro a los hombres que éramos.” Así que yo sigo soñando con que llegue un día que me coloqué delante del espejo, me miré, me sonría, y pueda decirme que lo he conseguido, que sigo escribiendo, ya que la literatura no puede abandonarme porque ella me movió siempre.