Madrid es una ciudad absorbente, qué menos que profunda. Es una ciudad para todos, para encontrarse y perderse. Elvira Sastre describe Madrid desde sus ojos. Y así aprendemos Madrid con la mirada inquieta y demoledora de un nuevo habitante que solo quiere reconocer todas las calles de la capital sin perderse. Aprendemos Madrid con los ojos amables de la ayuda necesitada, del ofrecimiento desinteresado. Madrid desde los labios de quien tiene sed y no encuentra benevolencia en el desierto. “Madrid es volver y sentir que no te has ido; irte y sentir que ya estás volviendo”. Y tiene razón: Madrid es casa hasta para quien no la conoce. Es un reencuentro contigo mismo en medio del mar de una ciudad cosmopolita.
Madrid me mata es una novela literaria que eleva la poesía contemporánea a su lirismo más extremo. Alza una voz colectiva, lanzando un halo de reivindicaciones sociales en las que encontrarnos y aprender lo desaprendido. Asumimos, en ocasiones, que no se puede escribir sobre cualquier cosa. Sin embargo, Elvira nos demuestra que se puede escribir sobre el silencio de una ciudad ruidosa. Elvira nos enseña a polarizar el tiempo con nosotros mismos, a amar nuestros silencios.
Madrid me mata te habla desde la cercanía de un viejo amigo, entonando los resquemores de una sociedad desnuda. La soltura de sus letras nos acaricia suave, pero el dolor impregnado en las páginas nos atraviesa el cuerpo. Está escrito en prosa, pero yo veo los versos inquebrantables de Elvira en toda la novela. Veo su nobleza y su dureza. Y solo en ese instante se nacionaliza su tristeza.
Sobrecoge la cercanía de los adjetivos atareados y las frases breves pero fuertes. De verse reflejado en una crítica social hecha poesía. La expresión exacerbada del paso del tiempo, de la transformación constante y rutinaria de los días, de la nostalgia recuperada. Pero al olor de Madrid nada se le parece. Y podría hablaros de la capital, de sus calles desmedidas que te encuentran, de sus comercios locales olvidados y de la precisión de un reencuentro en Callao. Podría escribir sobre su calor, a veces desproporcionado, pero no lo haría como Elvira, que con tal solo 30 años roza la celebridad de llenar un auditorio que escucha a que saben los recuerdos desde su voz. Una escritora aclamada, que se ha hecho eco en el panorama literario, erigiéndose como referente. Elvira está cubierta de una sinceridad que escasea, que grita al conformismo y defiende sus principios, sin la necesidad de esconder su ideología. Es una poetisa como las de antes, que escuchan y se arman de la palabra para salvarse a ellas mismas y a la justicia.
A pesar de exprimir la sociedad y sus resquebrajos, Madrid me mata convive con la sensibilidad afectiva de un sueño incompleto y amor consumado. Y ya lo dijo Elvira en el poema Mi vida huele a flor: “He perdido el rumbo, pero he conocido la vida en el camino”. Y es que hay momentos que son estragos, que nos atragantamos con el hastío de los días y nuestra pena se hace inalienable. Vivimos en el intento constante de encontrar un equilibrio entre nosotros y el entorno. Y es que ya nos lo ha enseñado Elvira, “pero si algo debemos aprender es a valorar lo que tenemos por encima de lo que necesitamos. No es conformismo: es aceptación.”
El final de Madrid me mata es un sonido agudo que aclama a la necesidad de cambio, a la urgencia de los espacios deshabitados. Elvira habla de Madrid desde otra orilla, y nos enseña a mirar desde sus ojos las cuatro estaciones del año. A estar a disgusto con la aspereza del verano, con el hastío interminable de sus días. Añorar el calor de la caricia orquestada, de los atardeceres anticipados; y abrazar la luz que se cuela cuando la primavera llega, y así darnos cuenta de que eso es más que suficiente.
Madrid desde otra orilla culmina la novela con un desnudo arriesgado que deja al descubierto la querencia de la palabra como herramienta, como arma para poner nombre, para definir. Este epitafio es el epítome de un corazón a medida, el recuerdo de las tristezas acumuladas, de los cuerpos ahogados. Madrid es ahora parte de Elvira, que llegó siendo una extranjera, de la capital y de si misma.
Pero supongo que el azul compuesto y cambiante del cielo de Madrid no es para todos. Y la poesía permeable y meliflua de Elvira tampoco.